18 Mar Las Laderas de Jose Luis: Historias de un viñedo singular
Cuesta arriba
Un día, mi padre dijo: «No tengo dinero, pero voy a comprar tierras». 9 hijos tuvo mi abuelo. Mi padre, José Luis, era uno de los más pequeños. En aquellos años, los hijos mayores heredaban casi todo. Los pequeños, lo que podían. Y lo que heredó mi padre fue muy poco. Pero él siempre fue muy echado para adelante.
Sin dinero para comprar tierras, José Luis se metió en préstamos para conseguir las fincas más baratas. Las más codiciadas eran las que estaban a la vega del Ebro, ya que eran las más productivas. La primera viña que compró no podía ser más singular. Era una que nadie quería. La llamaban Las Escaleras, por sus pendientes escarpadas, aunque mi padre siempre le llamó Las Laderas. Nadie estaba seguro de que aquella tierra se pudiese trabajar con mula. No daban un duro por ella. Mis hermanos veían cómo los padres de sus amigos compraban parcelas productivas. El nuestro, una viña en una pendiente. Hasta mi madre le intentaba parar los pies. Pero él decía: «No os falta razón, pero no me llega el dinero para más».
Sin embargo, resultó que aquella finca, la que nadie quería, guardaba algunas sorpresas. Su altitud y su orientación eran muy buenas. Y las uvas que brotaban allí tenían una calidad muy alta, los años buenos y los no tan buenos. Tanto que, con el tiempo, entrado ya el nuevo siglo, el Ministerio de Agricultura acabó reconociendo el pequeño viñedo de mi padre con la distinción de «Viñedo Singular». Que era como cuando le dan el Balón de Oro a un futbolista.
La camisa
Una tarde, mi hermano José Luis estaba en Las Laderas con mi padre, trabajando al calor de agosto. A media tarde, el viento cambió y empezó a soplar del norte. Mi hermano solo llevaba puesta una camisa. Al ver que tenía frío, mi padre se quitó la suya y se la puso a su hijo. Juntos, cogieron la mula y el carro para volver a casa.
Al llegar al pueblo, una señora salió al paso y le preguntó a mi padre si no tenía frio, solo con la camiseta interior. Mi padre, muy orgulloso, le respondió que su camisa se la había puesto a su hijo para que no tuviera frío. Mi hermano José Luis tenía entonces unos 7 años.
Cosas que conviene saber
Era el mes de junio. Yo tendría unos 14 años. En aquellos días, solo tenía clases por las mañanas, así que algunas tardes ayudaba a mi padre en las labores del campo. Aquella tarde, mi padre me dijo: «Hijo, hazme un favor y ve a Las Laderas a despuntar».
Conviene saber que, aquel mes de junio, hubo una fuerte ola de calor, que trajo temperaturas muy altas. También, que la labor de despuntar se hace cortando la parte superior de los sarmientos, por ejemplo, con una espada. Así que allá marché, con mi bicicleta y mi espada, y bajo la canícula me puse a despuntar. Primero un sarmiento, y luego otro, y otro, y para cuando me di cuenta de que no había llevado agua, ya me había entrado la sed.
Pensé que la labor me llevaría poco tiempo y que aguantaría sin beber. Pero al cabo de 20 minutos despuntando, cuesta arriba y cuesta abajo de Las Laderas, el calor y la falta de hidratación me pasaron factura, y empecé a marearme.
Por suerte, aparecieron por allí mi padre y mi hermano, conscientes de que había subido a despuntar sin llevar una gota de agua. Mi padre me regaló unos tragos para saciar la sed y, de paso, un consejo para la vida: «“Chiguito”, al campo hay que llevar agua, ropa y comida, que en el campo nadie te da nada»
Un pacto de vascos
Mi hermano José Luis fue el primero que vio los esfuerzos que hacía mi padre. Meterse en préstamos. Comprar aquellas parcelas. Cultivar el viñedo. Vender el vino. Negociar. Ganar dinero. O no ganarlo. Una vez, mi hermano estuvo presente en una negociación de vino con una bodega grande. Allí se acordó un pacto «de vascos»: la bodega le compraba el vino a mi padre, y establecían un precio. Un apretón de manos sellaba el compromiso.
Pero, cuando llegó la hora de pagar, restaron un céntimo por litro. Mi padre protestó: «Pero bueno, ¿no habíamos quedado…?», y el bodeguero contestó: «No, no habíamos quedado».
Ese pacto se le quedó grabado a mi hermano. Cuando fue mayor de edad, le dijo a mi padre: «A partir de ahora, voy a intentar vender mi vino por mi cuenta». Desde ese momento, empezamos a embotellar nuestro propio vino. Así nació Dominio de Berzal.
Guárdame un par
Allí estaba. En la lista. En el Boletín Oficial del Estado. Con la firma del Ministro. Con el informe favorable del Consejo Regulador. En la columna «Paraje vitícola identificado Viñedo Singular». Allí estaba: Las Laderas de José Luis.
El camino fue largo. Cumplir todos los requisitos del pliego de condiciones. «Viñedo Singular» no es cualquier parcela. Hay que demostrar muchas cosas. El viñedo tiene que tener más de 35 años, la producción por hectárea no debe superar los 5.000 kg… Una Memoria Técnica. Informes de evaluación del Consejo Regulador. Un largo trámite ante el Ministerio.
Pero allí estaba.
Desgranamos la uva a mano. Para la fermentación, usamos un depósito de hormigón para una parte, y barricas usadas para otra. Le dimos una crianza de 6 a 7 meses en barricas usadas de 500 litros. Buscando la complejidad. Con muy poca madera. Por eso no usamos barricas nuevas.
El Consejo Regulador tomó unas muestras para analizarlas en la Casa del Vino. Con las muestras, hicieron una cata. La puntuación de esa cata debería ser «Excelente». De lo contrario, no nos darían la calificación de Viñedo Singular.
Días después, una persona de la Casa del Vino nos dijo: «He probado vuestro vino del Viñedo Singular. Guárdame un par de botellas: es espectacular.»
Tim Atkin, el prestigioso Master of Wine, le ha concedido 95 puntos y lo sitúa entre los vinos del año. Y ahora lo vamos a presentar en ProWein. La feria más importante del mundo.
El vino se va a llamar como la parcela. Las Laderas de José Luis. Es el mejor homenaje que podemos hacerle a nuestro padre.